INÁ CARINÁ ROTÉ
Iná cariná roté: nosotros, los caribes, somos (la única) gente. Así respondían los caribes a quienes preguntaban por sus ancestros. Esta famosa frase, transformada por la fantasía en un grito de guerra, ha sido considerada desde siempre como la mayor declaración de arrogancia que pueda concebirse. “Los caribes eran el pueblo más arrogante del mundo y por lo tanto, el más estúpido. Todo arrogante es estúpido”.
Ese es, más o menos, el raciocinio que se hacen algunas personas al pensar en esa nación tan valiente que prefirió el exterminio a la esclavitud y en quienes se perpetró el genocidio más concienzudo que conozca la historia. Pero claro, según diría cierta dama que conozco, dejarse matar antes que aceptar los grillos no es valentía, sino otro síntoma de estupidez. Ella no ha abandonado la gesta sanguinaria de quienes no vacilaron en usar el arcabuz contra la flecha. Yo, como todo venezolano, desciendo de miembros de ambos bandos en esa guerra y de quién sabe qué otras, pero siento un orgullo peregrino al pensar que tal vez algo de esa estupidez caribe que nos valió el titulo de “bravo pueblo” corre por mis venas y mora en mis neuronas. Es por eso que quiero, en nombre de esos ancestros de los cuales me enorgullezco, defender el “grito de guerra” que siento como mío.
Primero con la lógica, cosa que es fácil. La mayoría de los pueblos primitivos, y algunos de los más avanzados, cuando tienen un alto grado de identidad como nación, se consideran apartados de los otros pueblos al punto de considerarse una especie separada. Basta un ejemplo de cada tipo: Los zulúes van un poco más allá que los caribes, pues ni siquiera tienen una palabra para designar a su nación y otra que signifique “gente”. Simplemente, zulú significa “gente”. El que no es zulú, no es gente. Según tengo entendido, los antiguos chinos, a quienes nadie podría acusar de primitivos, no tenían una palabra equivalente a “extranjero”. Para nombrar a quienes no eran chinos usaban la palabra “bárbaro” o “salvaje”. Además, en nuestra sociedad todavía es perfectamente aceptable hablar de distintas razas. Considerar a nuestros semejante como pertenecientes a otra raza, ¿está muy lejos de no considerarlos humanos? Todo estiba en lo mismo: en sentirnos diferentes a los demás, y hasta cierto punto eso no esta mal, pues es esa diferenciación lo que forma las naciones.
Segundo, con la leyenda, que es más interesante. La que el común denominador de la gente no sabe es que antes de la llegada de los españoles nuestros mal llamados indios se batían contra enemigos infinitamente más formidables que los que llegaron de ultramar. Eran los espíritus de la naturaleza, que desaparecieron de su última morada abierta cuando llegó el hombre blanco y, con él, el pecado original. Hoy en día sólo pueden verlos los niños y algunas personas excepcionales, pero en la América de aquel entonces se dejaban ver libremente, pues los habitantes de estos parajes no habían perdido aún la inocencia. Algunos de esos espíritus eran terribles, pero ninguno tanto como Akodumo, el dueño de las aguas. Siendo un espíritu poderoso, podía tomar la forma que deseara, pero su apariencia usual era, en los ríos, la de una gigantesca anaconda, y en el mar, la de serpiente marina. En el mundo de lo invisible tenía forma humana y talla colosal. Los caribes, antes de pescar, pedían permiso a Akodumo, y en caso de recibirlo, no abusaban, sino que mataban el número de peces estrictamente indispensable. Cuando el caribe flechaba un pez al primer intento, no debía seguir pescando so pena de molestar a Akodumo, pues él detestaba la codicia. Hoy se diría que era conservacionista.
Igual que los otros espíritus fundamentales, Akodumo necesitaba servidores y criados, y para obtenerlos usaba dos técnicas distintas con las cuales convertía a los caribes en seres de otra especie: el “asombro” y la “perdición”. Con el asombro, el dueño del agua asustaba al alma del caribe que quería como siervo, de forma tal que esta se separaba del cuerpo y salía corriendo por el monte. El cuerpo del caribe quedaba entonces vacío, y un espíritu acuático tomaba posesión de él. Esto no era tan grave como suena, porque el piache generalmente podía expulsar al espíritu extraño y llamar al alma asustada mediante los cantos rituales llamados “aremi”.
Es decir, la posesión era sólo temporal. La perdición sí era grave. Ocurría cuando el cuerpo se aferraba al alma en fuga. Entonces se iban juntos cuerpo y alma a las casas del agua, donde aceptaban al caribe como uno de la familia, lo alimentaban y le asignaban un cónyuge. No le querían hacer daño, sino que lo querían como siervo, como amigo o, si era mujer, como esposa de uno de los suyos. Mientras el caribe iba camino a las casas del agua se iba transformando, le iban creciendo escamas y sus piernas se unían en una cola. Estas sirenas caribes se llamaban akodunmio, y eran capaces de “perder” a otros caribes. Los machos, además, eran capaces de engendrar más akodunmio copulando con mujeres que estuvieran menstruando. Por eso para la mujer caribe era tabú meterse al mar cuando tenía la menstruación.
Se cuenta, además, que Akodumo tenía una hija llamada Amana (palabra que también significa “ballena”) que tenía el poder de seducir a los guerreros caribes y llevarlos a las casas del agua, pero sin cambiarles de forma. Estos debían, sin embargo, guardar el secreto, pues si alguna vez hablaban a alguien de sus aventuras submarinas, los akodunmio los buscaban y los mataban sin piedad.
Para el caribe perdido no había esperanza; pasaba a pertenecer a la nación del agua. Por eso, cuando alguien se daba cuenta de que una persona se estaba perdiendo, llamaba a todos los guerreros, que se lanzaban a perseguir a su compañero y a flechar y tratar de espantar a los akodunmio que lo escoltaban hacia su refugio submarino. Y ahí es donde yo creo que aparece el grito de guerra: ¡Somos caribes, somos gente! ¡Recuerda que no somos sirenas! A veces, el perdido reaccionaba. A veces, tenían que atraparlo y retenerlo amarrado, pero su alma seguía huyendo espantada, y debían llevarlo al piache para que le cantara el aremi adecuado. Muchas veces los akodunmio se salían con la suya. El regreso, ya fuera alegre por haber rescatado al compañero o triste por volver con las manos vacías, siempre era largo y duro, pues la persecución solía llevarles muy lejos mar adentro. Volvían guiando sus grandes canoas de ceiba o de jobo según el rumbo de la Pierna de Pietemu, esas tres estrellas que apuntan hacia el norte y que nosotros llamamos el Cinto de Orión o las Tres Marías. Pietemu perdió la pierna por arrojar a su suegra como alimento para las pirañas, pero esa es otra historia.
La que nos ocupa no pasaría de ser un cuento interesante si los actuales kariña, al relatar las peripecias de sus antepasados, no dijeran respecto a esta “perdición”: “Así hacían los pañoro (españoles) con los kariña”. Y en realidad así era, les robaban a los suyos para convertirlos en otra especie, pues al esclavizarlos les habrían quitado la esencia de su ser: la libertad.
Iná cariná roté: soy un ser humano, no soy una bestia, no seré tu esclavo. Es el grito de guerra más justo que conozco.
Este relato apareció originalmente en "Leyendas del Mar Océano", Editorial Índigo, París 2002.
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