Como
le decía, fue poco después, ya despuntando en la adolescencia, que empecé a
“pasar”. La primera vez me asusté mucho, pues pensé que había muerto, y de muy
mala muerte. Sucedió mientras la parte de mi mente que hace lo que le da la
gana, la que no responde a mi voluntad, se burlaba de mi abuela. Supongo que a
todo el mundo le pasa lo mismo: mientras una mitad de la mente se esfuerza en
dominarse, la otra mitad se pone a pensar en barbaridades, o cochinadas. Bueno,
esa tarde, como a los tres, yo estaba acostada boca abajo en la cama de mi
hermano el comeflores, y simplemente no hacía nada, pensando en tonterías,
cuando esa parte mala de mi mente empezó a burlarse de mi abuela muerta, en
contra de mi voluntad. Y entonces, sucedió. Pensé que ella había venido a
buscarme desde el más allá, pues todo se puso negro, y me quedé totalmente
paralizada, al tiempo que un sonido atronador, como de aguas bajo una catarata,
me ensordecía, y un peso enorme se abatía sobre mi pecho. Tenía la extraña
sensación de una presión enorme que no venía de un sentido definido, sino de
todas partes a la vez. Yo luchaba desesperadamente por mover un párpado, doblar
una rodilla, levantar un dedo, pero era como pretender levantar un edificio.
Después de unos minutos de lucha, le pedí a Dios que me acogiera en su seno,
segura de que estaba muriendo.
Transcurrió
lo que me pareció una eternidad, y la vista volvió a mí, pero ya no estaba en
mi cuerpo. Estaba acostada boca abajo, con la espalda contra el techo, flotando
sobre mi cuerpo. La sensación fue bastante agradable, excepto por aquello de
que me veía a mí misma, allá abajo, y me miraba con un poco de compasión, y
hasta desprecio. No me gustaba despreciarme a mí misma, pero no podía evitar
que mi ego volador mirara al cuerpo tendido boca arriba y se dijera así mismo:
“Mírala allá abajo, qué pendeja”.
Esa
primera vez volé poco, sólo hasta la cocina, y sin pasar de la altura del
techo. Pero pocos días después aprendí que podía “pasar” voluntariamente, e
hice algunos vuelos bellísimos sobre las dos o tres calles más cercanas. Nunca
conocí un aire más puro, colores más diáfanos ni un silencio tan perfecto. Todo
parecía ser nuevo, recién hecho, y se notaban todos los detalles moleculares:
las briznas de hierba, las piedritas, ninguna se escapaba a mi vista, a pesar
de que flotaba a unos 30 metros de altura. Y cómo quisiera poder describir, o volver
a ver esos colores, tan iguales pero tan distintos a los de este mundo... pero
ahora me da demasiado miedo “pasar”.
Al
principio, descubrí que ciertas músicas me ayudaban a “pasar”. Con los enormes
audífonos de mitad del siglo pasado, oía esas canciones, con los ojos muy
cerrados, y empezaba a imaginarme que descendía, suavemente, en una especie de
espiral. Poco a poco mi cuerpo iba sintiendo que en verdad bajaba, y entonces
venían la parálisis y el ruido de aguas turbulentas. Luego, no necesité ninguna
ayuda externa: simplemente me relajaba voluntaria y totalmente, empezando por
los dedos de los pies hacia arriba. Antes de llegar al pecho, invariablemente
ya había “pasado”.
Pero
sucedió varias veces que mi parte voladora no quería volver a mi cuerpo, al
cual despreciaba cada día más. Esa renuencia aumentaba de forma artera y
paulatina, y muchas veces el compromiso de volver rápidamente se quebrantaba
tan pronto empezaba el vuelo. Además, los episodios de parálisis eran cada vez
más largos y aterradores, ocurriendo varias veces que no logré ir más allá.
Hasta que llegó el día que tuve mucho miedo de no poder regresar si volvía a
“pasar”. Desde entonces, vivo aterrada con los ataques involuntarios que me
suceden de vez en cuando, en los cuales hasta ahora siempre he logrado salirme
antes de que la cosa pase a mayores, haciendo un esfuerzo de voluntad que me
deja agotada. El miedo que siento es aún mayor que la primera vez, pues en
aquel entonces pensaba que aquello
era morir, pero ahora lo sé.