El Golem fue creado por el Maharal de Praga en el Siglo XVI, para defender el Barrio Judío. Cumplió cabalmente su misión, pero se volvió demasiado violento, y hubo que encerrarlo.
En su frente se leía la palabra "emet", o sea, "verdad". Cuenta la leyenda que el rabino borró la "e", quedando la palabra "met", que significa muerto, y que desde entonces yace, en animación suspendida, en el ático de la sinagoga, cuya escalera derruyeron parcialmente para que nadie pudiera subir. Teóricamente, ahí espera que la ciudad de Praga lo necesite.

Pero la leyenda es falsa. Harto de toda esa inactividad, el Golem se mudó a Caracas, donde vive como un cincuentón agridulce, y abrió un blog para compartir sus fotografías y criticarlo todo. Bienvenidos a ese blog.

miércoles, 7 de marzo de 2012

Un día en la morgue




Durante mis estudios de Derecho tuve la oportunidad de pasar un día en la morgue. Se suponía que fuera una especie de visita turística que no ofendiera sensibilidades, pero fortuitamente se convirtió en una experiencia distinta a la que esperaba, una que no olvidaré mientras viva.
Todo comenzó cuando el profesor que organizó la visita se negó a ir con nosotros. Alegó que ya había ido muchas veces, pero era evidente que quería ahorrarse un rato desagradable. Por lo tanto, encargó a Carlos Moreno, uno de los alumnos, para que al llegar a la morgue hablara con Fulano de Tal, que nos estaría esperando, y le dijera que éramos los alumnos de Derecho de la UCV. Carlos le hacía honor a su nombre, lo que en otras palabras significa que era negro. O, para ser políticamente correctos, afro-venezolano. Qué desgracia vivir en una época en la cual no se puede llamar a las cosas por su nombre. Bueno, volviendo el tema, el moreno medía casi dos metros de estatura y practicaba artes marciales. Todos lo consideraban un hombre bueno pero duro, así que no dejó de sorprenderme un poco el evidente desasosiego que mostró a medida que nos acercábamos al triste edificio. Y con ese nerviosismo empezaron los errores. En lugar de hablar con Fulano de Tal, Carlos se dirigió a la primera persona que vio y le dijo que éramos alumnos de la UCV. Mucho después me enteré que lo que siguió estaba reservado para los estudiantes de Medicina de la UCV y no a nosotros, simples preabogados. Digo preabogados porque parto del principio fundamental postulado por un estimado profesor: “Hay dos cosas que no se le niegan a nadie: un vaso de agua y un título de abogado”. Por ello, con el solo hecho de ser estudiantes de Derecho, teníamos ya el título asegurado.
Después de una breve charla introductoria en la cual nos explicaron el funcionamiento de la morgue, llegó el momento de ir a la sala de autopsias, situada en el sótano. Al empezar a bajar las escaleras nos golpeó el indescriptible olor, y empezaron las deserciones. De unos treinta que conformaban el grupo original, sólo la mitad llegó al último peldaño. El aguerrido Carlos también desapareció misteriosamente.
El olor merece un párrafo aparte, a pesar de que me siento impotente para describirlo. No existía en la morgue, contrariamente a lo que imaginaba, olor a podredumbre. Cualquier descomposición había sido evitada o detenida mediante el formol. El aroma de la morgue es el purísimo olor de la muerte y del miedo, el olor que exhalaron cientos de personas que murieron aterrorizadas. Es el olor de la violencia extrema.
A quienes sólo hayan visto las morgues en las películas, con ordenadas gavetas en las cuales se guardan cadáveres congelados con etiquetas atadas al dedo gordo del pie, les costará mucho formarse una imagen mental de la sala de autopsias de la morgue de Caracas, el lugar más dantesco que he visto en mi vida, tanto en la vigilia como en mis peores pesadillas. No tiene ni siquiera el resquicio de lógica del campo de batalla después de las hostilidades, pues el hecho de que todos los cadáveres que están ahí hayan llegado después de muertos le da una artificialidad desesperante. Es una sala grande, de quizás unos 150 metros cuadrados, vestida de azulejos blancos. Varias mesas de mampostería, cada una con un cadáver, constituyen todo su mobiliario. Y en el suelo... ¡Dios mío, en el suelo! Confieso que estuve a punto de salir de ahí, como hicieron muchos otros, tan pronto miré al piso. En las baldosas estaban tirados decenas de muertos, todos desnudos. Estaban como habían caído, sin ningún orden ni concierto, entre charcos de fluidos corporales. Cada uno tenía un número y una fecha anotados con marcador en el muslo derecho, y los acompañaban millares de gusanos que se subían por todas partes. Algunas compañeras que llevaban sandalias tuvieron que marcharse contra su voluntad, asqueadas por los visitantes inesperados que reptaban por sus pies.
Parece que la broma que se gasta habitualmente a los pichones de médico es enseñarles el cadáver más podrido que haya en la morgue. En nuestro caso, tenía unos seis meses, y debo decir que no me impresionó. Estaba como momificado, y por lo tanto, deshumanizado. Luego, no sin cierta dificultad, nos concentramos en “nuestro” muerto.
El médico forense nos explicaba cómo sería el procedimiento que seguiría. Su imagen era hollywoodesca hasta causar risa. Pelo blanco, ojos de un azul polar, piel blanquísima, flaco, voz apagada, mirada profunda... Parecía salido de Central Casting: el doctor Frankenstein. Nuestro muerto, al contrario, era un muchacho común y corriente de unos veinte años: delgado, moreno claro, lampiño. Pronto nos enteramos de que había fallecido en un enfrentamiento con la Guardia Nacional. Presentaba dos pequeñísimas heridas de bala, una en un brazo y la otra en la ingle. Yo no podía creer que heridas tan insignificantes le hubieran quitado la vida, y esperaba el sensacional descubrimiento de una causa oculta a la cual achacarle la muerte, quizás un tiro escondido por el pelo. No hubo tal. Lo primero que enseña una autopsia es la fragilidad inefable de la vida humana.
Antes de que nosotros llegáramos le habían aserrado el cráneo, así que el forense procedió a bajarle la piel del rostro como si fuera una máscara. Ya sin cara, nuestro muerto dejó de ser humano y pude verlo con menos inquietud: había cesado de ser un muchacho doliente para pasar a ser un espécimen de laboratorio. Por lo tanto, la primera gran incisión que lo abrió en canal no me impresionó tanto como a la mayoría, que desapareció rápidamente. A mi alrededor sólo quedaban dos compañeras que merecen especial mención. ¿Quiénes, entre un grupo de estudiantes de leyes, se quedarían a mirar de cerca una autopsia? En este caso, una delicada bailarina de ballet, una señora mayor de esas que estudian Derecho cuando sus hijos ya crecieron y no les queda nada que hacer, y yo. Sólo la señora entrada en años supo explicar por qué no había huido: ya había estado ahí antes, para reconocer el cadáver de un sobrino, y se consideraba endurecida. La delicada balletista parecía el ser más inadecuado para presenciar una autopsia hasta que uno detectaba un cierto brillo despiadado en su mirada, y en cuanto a mí... ¿por qué me quedé? Primero, siempre me ha encantado la anatomía. Mientras viva me arrepentiré de no haber estudiado Medicina. Además, en aquel entonces estaba en la larga espera que constituyó la última enfermedad de mi padre, y la muerte acompañaba a todos mis pensamientos. No iba a desperdiciar la oportunidad de echarle una larga mirada a los ojos de la vieja enemiga, y, si era posible, reconciliarme con ella.
Pero volvamos a nuestro muerto. De ahí en adelante, la operación resultó bastante mecánica. Un auxiliar abrió la caja torácica con un pequeño bisturí, sin hacer el más mínimo esfuerzo. Cuando yo comenté la blandura de las costillas, el médico me dijo que, por la edad del difunto, aún no estaban muy calcificadas. Uno a uno sacaron los órganos. Lo que más me impresionó, aparte de su semejanza absoluta, pero a escala, con los de vaca que vemos en las carnicerías, fue el olor característico de cada uno de ellos. El hígado olía a hígado, el corazón a corazón. Todos eran olores sanos, puros, agradables. Nuestro muerto había fallecido en perfecto estado de salud, y se le notaba. El único que me causó verdadera curiosidad fue el estómago, el único órgano que no se parecía en nada al de las vacas. Las paredes del estómago eran finas, delgadísimas, como una bolsa de plástico de las que dan en los automercados. Estaba vacío. Después de ese día no puedo comer picante o beber cognac sin pensar en lo delgada y delicada que es la membrana que deberá contenerlo.
La parte baja del abdomen estaba llena de sangre. Era evidente que la hemorragia interna lo había matado. La bala le había atravesado un riñón. Atravesado quizás no sea la palabra más adecuada. El riñón derecho ya no existía, y lo que quedaba parecía el bagazo de una toronja. Para mí fue impresionante ver la herida de entrada tan minúscula, por la cual no pasaría un lápiz normal, y el inmenso daño en el riñón y sólo en el riñón, pues la pared muscular, tanto la que la bala atravesó al entrar como la que atravesó al salir, apenas si mostraban un agujerito. El órgano, en cambio, parecía un pedazo de estropajo. Había estallado. Recordé aquella famosa teoría balística de los años 50, la del shock hidrostático. Postulaba que una bala que atravesara tejidos animales a una velocidad cercana o superior al kilómetro por segundo mataría aunque no tocara un órgano vital, pues los fluidos en los tejidos, al vibrar, actuarían como una granada. Esta teoría resulto falsa en casi todos los casos y cayó en el desprestigio, pero yo estoy segura de que lo que vi en el riñón derecho de ese desafortunado fue el famoso shock hidrostático. Las balas, por cierto, habían atravesado el cuerpo por completo y no se hallaron, pero por ese mismo hecho, por el tamaño de las heridas y por provenir de la Guardia Nacional, puede afirmarse que eran de calibre 7,62 mm (.308 Winchester, para los gringos), que viajan a una velocidad muy cercana al kilómetro por segundo. Pero dejemos esta digresión balística y volvamos a la autopsia.
 Fuimos interrumpidos. Dos policías venían a tomar las huellas digitales de nuestro muerto, de modo que vagué un poco por la sala, viendo otras autopsias. Poco antes había llegado el cadáver de una mujer rubia, que nadie sabía por qué estaba ahí, pues había muerto de lupus. La trajeron, como a todos los cadáveres, tomada por las manos y los pies (nada de camillas), desnuda, y con un número anotado con marcador en el muslo. Nos dio un gran susto cuando la pusieron en la mesa, pues al caer, se quejó con un sonido infinitamente triste. Después supe que ese era un fenómeno bastante común, y que sólo era el aire que había quedado en los pulmones que salía con el impacto, pasando por las cuerdas vocales. Pero en el momento pensé que era una broma, y no creí que estuviera muerta hasta que la vi abierta en canal.
De esa mujer me sorprendió la cantidad de grasa amarilla, asquerosa, que tenía bajo la piel. No era gorda, ni siquiera rellena. Era una mujer de un metro sesenta y cinco de estatura y pesaría quizás sesenta y dos kilos. Pero tenía mucha grasa, y nada del aspecto saludable de nuestro muerto. Tome nota, incrédulo doctor: quiso la fortuna que, unos seis años después, me tocara trabajar en la misma oficina con la hija de aquel cadáver grasiento. ¿No le parece que es demasiada casualidad? ¿Sigue pensando que deliro al decirle que un extraño sino me persigue? La lógica está en su contra.
En una mesa próxima, una forense exclamó: “¡Este hombre comía vidrio!” y sacó varios pedazos grandes y afilados del estómago de un indigente cuyo cadáver habían encontrado en la calle. Me dejó pensativa. ¿No se habría suicidado el pobre hombre de esa manera? Entonces volví con nuestro muerto.
Los órganos, a excepción del cerebro, volvieron a la cavidad de donde habían salido, la cual fue cerrada con bastas puntadas. Todo había terminado, y pronto una familia desesperada podría ver por última vez a su hijo o hermano. Yo no pude dejar de pensar en aquélla a quien tanto quise; en la interminable espera porque la morgue entregara el cadáver para poder verla por última vez y asumir la realidad de su muerte. Y, pésele a quien le pese, en lo innecesario de todo esto. ¿Para qué le hicieron la autopsia a ese pobre muchacho? Su muerte no revestía ningún misterio; se sabía quién lo había matado. El único descubrimiento que se hizo, y para eso no se necesitaba una autopsia, es que había tenido el brazo (posiblemente las manos) levantado cuando le dispararon. Seguramente pedía clemencia, pero estoy segura de que nadie hizo nada al respecto.
Sin embargo, se somete a este procedimiento a todos los que mueren en algún acto violento. ¿Para qué efectuar autopsias a tantos muertos en accidentes de tránsito? Para averiguar si estaban ebrios basta con una análisis de sangre. El resto es inútil, sobre todo en un país en el cual no se diseñan automóviles, y, por lo tanto, la información recabada no servirá para nada. Y supone una pérdida inmensa de recursos humanos y económicos que estarían mejor empleados en los relativamente pocos casos en los que la necropsia sí puede determinar la causa de la muerte y ayudar a inculpar a un asesino. Se puede argumentar que no sería fácil identificar dichos casos a priori, pero es evidente que sí podemos determinar aquellos que son obvios, en los cuales no se justifica someter a los cuerpos a la indignidad de la autopsia. Porque no puedo dejar de pensar que es eso, una indignidad, el que esculquen en el cerebro, en el hígado, en las tripas de una después de que haya muerto, aunque lo hagan como hacen los médicos que yo vi, con el mayor respeto y profesionalismo, a pesar de esas instalaciones dantescas. Si sirve para atrapar a un criminal o para que la ciencia avance, bienvenida sea la autopsia, ¡pero para cumplir con un estúpido requisito legal, no!

Bueno, Dr. González, discúlpeme. Se supone que debo escribir escenas, no dictar cátedras o hacer editoriales. Pero ya sabe cómo me gusta expresar mis opiniones… El resto de ese día lo pasé con una sensación difícil de describir, que sólo había tenido en las ocasiones en que he escapado a la muerte por un pelo. Suponga que los ojos son la ventana por la cual uno se asoma al mundo. Pues ese día yo me retiré de la ventana, y ya no estaba asomada, sino que miraba al mundo desde lejos, y veía el marco de la ventana, que normalmente no se ve. Mi mente estaba asustada y a la vez anestesiada; temerosa de sufrir pero incapaz de experimentar más sufrimiento. Sentía el alivio morboso de quien, en medio de un dolor enorme, sabe que ha derramado su última lágrima, no porque el dolor haya cesado, sino porque el llanto ya no llega, y aunque el sufrimiento está ahí, ya no se lo siente. Y ahora tengo la inquebrantable convicción de que, de serme posible, moriré tranquilamente en mi cama.

Fragmento de Didascalia, en preparación.