Nota preliminar: Sobre las sirenas se ha escrito sencillamente demasiado. De sobra sabemos que las sirenas originales no tenían el aspecto que hoy se les atribuye y que esos seres de torsos femeninos y cola de pescado llevaban otros nombres. En inglés se ha conservado el termino siren en su significado original, mientras que llama mermaids a lo que nosotros ahora acostumbramos llamar sirenas. También se han derramado toneles de tinta queriendo buscar los orígenes de las sirenas en animales como el dugongo y el manatí, que si bien tienen alguna gracia (que no podía faltarles por ser miembros de la creación), al compararlos con las verdaderas sirenas se nos antojan más bien feos; en mi opinión, mucho. Hasta se ha cometido el disparate estético de llamarlos sirénidos. La siento, pero no puedo creer que nadie, jamás, haya confundido a un manatí con una sirena. Algunos de los cronistas oceánicos de antaño eran sumamente bromistas, o ciegos. Pero, retomando el hilo, ya sobre esto se ha escrito demasiado. Por otro lado, seria una falta de respeto escribir un librito sobre leyendas marinas y dejar de lado a las sirenas, de modo que he decidido incluir aquí este fragmento, copia textual del relato de uno de los pocos (des)afortunados que han logrado ver a una sirena. El original fue encontrado hace diez años, fragante y desteñido, dentro de una botella de ginebra Tanqueray en las cercanías del costero manicomio de Anare. Y dice así:
Una sirena |
I.- ¿Vendrás a verme esta noche? Lo necesito. Sé que el peligro es grande, pero la noche es tibia y la luna está llena. A través del sendero de helechos, yo caminaré hacia el arroyo, guiándome por su canción; lo seguiré, resbalando en las piedras verdes y húmedas, hasta llegar al borde. Ya estando en él, sentiré la frescura del pozo, abajo, y siguiendo el ejemplo de la cascada a mi lado, me zambulliré y nadaré en la onda vítrea, más transparente que el aire. El mundo es verde y plateado, y fresco, y líquido; el mundo es el fondo de un río alumbrado por la luna llena.
Tal vez tenga que ir a buscarte en simas profundas y remotos acantilados. Por ti iré a los abismos insondables donde los hipocampos esperan inútilmente el regreso del Rey muerto; a los arrecifes donde mueren las olas gritando tu nombre y el viento da alaridos para que nadie llegue a escucharlo; iré todavía más allá y nos encontraremos, quizás al final de un sendero de arenas, simplemente, en silencio, sin sorpresas, (los dos sabíamos que tenia que suceder) y nos contemplaremos, y yo te amaré.
Pero el camino es muy largo y el peligro muy negro. En las profundidades nocturnas existen seres terribles, enormes peces milenarios de ojos crueles y diminutos que vedan, de noche, el paso a sus umbrales. Duermen año tras año, pues nadie se atreve a desafiarlos. Despertarlos equivale a despertar al miedo sin nombre y dormir con ellos el sueno de los siglos, mientras sobre nuestros huesos desnudos nadan raudas barracudas y gigantescas mantarrayas.
¿Llegarás hoy? Durante el día un largo chubasco tropical lavó la atmósfera y la noche se presenta radiante mientras las últimas gotas resbalan por las hojas de los árboles. El río corre, magnífico, y en su caudal duplicado nadan ahora misteriosas toninas que aparecen por parejas con las primeras lluvias de mayo y desaparecen tan pronto volteamos para verlas mejor. Es una noche para duendes y encantos fluviales, y todos los seres ocultos de las aguas abandonan sus recintos para adorar al cielo y las estrellas y a las nubes que lloran vida desde lo alto. Hoy aparecerán el silencioso manatí y la tornasolada anaconda, la madre de las aguas. Hoy aparecerás tú también, y el río nos dará un lecho de guijarros, y la luna nos dará una ventana de plata, y la lluvia nos tejera una estancia de lagrimas.
III.- Hasta que llegaste. Un desasosiego en la atmósfera me anunció tu presencia segundos antes de que pudiera verte. El aire hormigueaba como en la mañana del primer amanecer. De repente te vi sentada en la otra ribera, vestida de rocío, más bella que nunca, más bella que en mi imaginación. Vi a tus manos pálidas y esbeltas apartar los cabellos de tu rostro, vi a tu boca esbozar una sonrisa, y entonces tuve la extraña sensación de abrir los ojos sin recordar haberlos cerrado. Descubrí que estaba mirándote a los ojos y, arrasado en lágrimas al comprender la verdad, quise correr hacia ti, pero un gesto tuyo me lo impidió.
Y desapareciste. Sin que yo me atreviera a tenderte una mano, te disolviste lentamente en el líquido tras tus pupilas, como diciendo adiós, y me quede solo con el río, las piedras, los helechos, y el poeta en mi mente que decía: “Yo me quede mirando como el río se iba poniendo encinta de la estrella... “
(de Leyendas del Mar Océano, Editorial Índigo)