Me fastidia soberanamente la peregrina costumbre que tenemos
los venezolanos de creernos únicos. Cada vez que sale a relucir una de nuestras
características menos positivas, o que se habla de las dificultades que sufre
todo emigrante, no faltará quien diga: “Es que el venezolano es muy (inserte
aquí cualquier virtud o defecto de los latinos en particular, o del género humano
en general)”. Sí, nos creemos únicos mientras somos tan parecidos al resto del
género humano que las geniales imágenes de soloenvenezuela.com son casi todas
colombianas, y nos copiamos los chistes de los argentinos en los cuales se
define cómo somos o cómo hablamos. Pero no cesamos de decir que “el venezolano”
es esto o aquello, como si se tratara de una raza extraterrestre.
Aquí va una novedad. Mi tendencia personal es llevar la
contraria a toda costa, pero en este caso no puedo más, me agoté. El creerse
único y original es algo demasiado arraigado en nuestra mente, y no voy a
convencer a ningún venezolano de que es un simple ciudadano del mundo, muy
parecido al de al lado. Así cansado de nadar contra la corriente, he dedicado
algunas de mis ociosas y malgastadas horas a identificar algunos detalles que
son, evidentemente no únicos, pero por lo menos característicos de “el
venezolano”. Y cómo no, encontré un par.
El venezolano come el pan crudo y la carne quemada.
¡Qué cosa horrible, qué cosa detestable es la típica parrilla
venezolana! Invariablemente preparada por alguien que no tiene ni la más remota
noción de cómo se fríe un huevo, pero desde su adolescencia se cree que sabe
asar carne. Nunca ha preparado otro plato; jamás lo hará. Abriga la rara
creencia que sumergiendo la carne en cerveza, y sobre todo regándola de dicha
libación durante la cocción, tiene que quedar buena. Y lo peor es que
consigue quienes lo apoyen, pues muchos piensan lo mismo, y para el momento de
probar la famosa parrilla ya han consumido tanta birra que les parece excelente
que la carne les sepa igual.
Sin embargo, eso no es lo peor. Lo malo es que luego somete a
la noble vianda al proceso de Bessemer sobre el fuego, hasta que no le queda ni
una gota de jugo. Hasta que tiene la consistencia de una suela. Hasta que tiene
el color de la lava fría. En dos platos: hasta que la quema.
Esta es una constante en todo el territorio nacional, de la
cual no conozco excepciones. Nadie tan concienzudo como los llaneros con su
famosa carne en vara, carbonizada hasta ser irreconocible. Pero hasta en el más
cosmopolita de los restoranes de Caracas, si uno desea un filete normal, jugoso
y rosado por dentro, hay que pedirlo “muy crudo”, pues “término medio”
significa en realidad “más seca que Coro en febrero”. Y además, significa
obtener una mirada rara por parte del mesonero, pues está totalmente
acostumbrado a que todos sus clientes pidan la carne “bien cocida”, con un tono
que deja entrever lo estúpido de la pregunta y lo obvio de la respuesta.
Definitivamente mis orígenes bohemios salen a relucir con el
consumo de carne de res, porque no la tolero cuando está quemada.
Y no tengo ni un asomo de explicación acerca del porqué los
venezolanos humillamos de esta forma a la carne. ¿Será algo profiláctico, para
evitar infestaciones de parásitos? ¿Será que somos vegetarianos de closet, y en
el fondo odiamos tanto la idea de comernos a una vaca que tenemos que auto
flagelarnos destruyendo su sabor? Nadie lo sabe. Pero aún más curiosa e
inexplicable es nuestra relación con el pan francés.
La clase media venezolana tiene un affaire de amor/odio con
los que se llamaba baguette en los años sesenta, “bagueta” en los setenta, y
pan canilla a partir de los ochenta. Nos encanta. Lo compramos en grandes
cantidades a los panaderos portugueses, quienes por generaciones se han hecho
ricos a punta de venderle pan francés y pasta italiana a los venezolanos. No
podemos vivir sin él; la vida con dieta exclusiva de Holsum y Bimbo sería un tormento.
Siempre que sea, en cuanto a su cocción, diametralmente opuesto al que se comen
en Francia.
¡Ah, el pan francés! Llevado en bicicleta bajo el sobaco,
acompañado de la botella de tinto, en cualquiera de sus presentaciones clichés
siempre será, antes que nada, crujiente. Su concha es deliciosamente tostada.
Si uno lo come sin cuidado, puede maltratarse el paladar antes de llegar al
queso Brie.
Excepto en Venezuela, donde toda ama de casa que se respete
le pide al panadero portugués “seis canillas bien blanquitas”. Y se suscitan
toda clase de pleitos cuando la hornada se va acabando, y sólo quedan los panes…
digamos que menos crudos. Las doñitas pueden llegar a las manos con tal de
llevar a su casa el pan francés más blandengue, más harinoso, más crudo
posible. O sea, el pan menos francés.
Después de mucho analizarlo a la luz de Derrida y los
postmodernistas, creo que el principal culpable del pan crudo es el esnobismo.
Claro, al ascender por la escalera social había que renunciar, al menos en
parte, a la proletaria arepa, y abrazar con ahínco al infinitamente superior
baguette. Pero el subconsciente es algo muy poderoso, y nuestra maravillosa ama
de casa, a quien caracterizamos como “el venezolano”, se las arregló para casar
ambos alimentos, y ahora come algo que parece un pan francés, pero es blanco
como una arepa y sabe a algo indefinido con mucha harina cruda de dudosa
procedencia.
Conque ahí lo tienen. El venezolano es único, porque come el
pan crudo y la carne quemada. Y lo hace así porque es un snob y un vegetariano
de closet que en el fondo siente compasión por la vaca. No se pierda el próximo
capítulo, en el cual analizaremos porqué el venezolano es tan gritón y le pone
nombres tan raros a sus hijos.