El Golem fue creado por el Maharal de Praga en el Siglo XVI, para defender el Barrio Judío. Cumplió cabalmente su misión, pero se volvió demasiado violento, y hubo que encerrarlo.
En su frente se leía la palabra "emet", o sea, "verdad". Cuenta la leyenda que el rabino borró la "e", quedando la palabra "met", que significa muerto, y que desde entonces yace, en animación suspendida, en el ático de la sinagoga, cuya escalera derruyeron parcialmente para que nadie pudiera subir. Teóricamente, ahí espera que la ciudad de Praga lo necesite.

Pero la leyenda es falsa. Harto de toda esa inactividad, el Golem se mudó a Caracas, donde vive como un cincuentón agridulce, y abrió un blog para compartir sus fotografías y criticarlo todo. Bienvenidos a ese blog.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

La nostalgia por Praha

"¡Malhaya!"-dice el Golem con razón- "quién estuviera en Malastrana, degustando un slivovice y escuchando al Vtalva!" Benditos los recuerdos. Pristi stanice, IP Pavlova...

NegativosPraga003 by Santiago Montenegro

PragaCol008 by Santiago Montenegro

The haziness of age by Santiago Montenegro

NegativosPragaMF016 by Santiago Montenegro

NegativosPragaMF008 by Santiago Montenegro

Praha2009009 by Santiago Montenegro

NegativosPraga023 by Santiago Montenegro


miércoles, 11 de julio de 2012

Retratos de la niñez

Hay pocas cosas más gratificantes (y frustrantes) que tomar retratos de un niño. El Golem hace lo que puede con la bendición -doble por ser tardía- de vivir con un niño.









miércoles, 7 de marzo de 2012

Un día en la morgue




Durante mis estudios de Derecho tuve la oportunidad de pasar un día en la morgue. Se suponía que fuera una especie de visita turística que no ofendiera sensibilidades, pero fortuitamente se convirtió en una experiencia distinta a la que esperaba, una que no olvidaré mientras viva.
Todo comenzó cuando el profesor que organizó la visita se negó a ir con nosotros. Alegó que ya había ido muchas veces, pero era evidente que quería ahorrarse un rato desagradable. Por lo tanto, encargó a Carlos Moreno, uno de los alumnos, para que al llegar a la morgue hablara con Fulano de Tal, que nos estaría esperando, y le dijera que éramos los alumnos de Derecho de la UCV. Carlos le hacía honor a su nombre, lo que en otras palabras significa que era negro. O, para ser políticamente correctos, afro-venezolano. Qué desgracia vivir en una época en la cual no se puede llamar a las cosas por su nombre. Bueno, volviendo el tema, el moreno medía casi dos metros de estatura y practicaba artes marciales. Todos lo consideraban un hombre bueno pero duro, así que no dejó de sorprenderme un poco el evidente desasosiego que mostró a medida que nos acercábamos al triste edificio. Y con ese nerviosismo empezaron los errores. En lugar de hablar con Fulano de Tal, Carlos se dirigió a la primera persona que vio y le dijo que éramos alumnos de la UCV. Mucho después me enteré que lo que siguió estaba reservado para los estudiantes de Medicina de la UCV y no a nosotros, simples preabogados. Digo preabogados porque parto del principio fundamental postulado por un estimado profesor: “Hay dos cosas que no se le niegan a nadie: un vaso de agua y un título de abogado”. Por ello, con el solo hecho de ser estudiantes de Derecho, teníamos ya el título asegurado.
Después de una breve charla introductoria en la cual nos explicaron el funcionamiento de la morgue, llegó el momento de ir a la sala de autopsias, situada en el sótano. Al empezar a bajar las escaleras nos golpeó el indescriptible olor, y empezaron las deserciones. De unos treinta que conformaban el grupo original, sólo la mitad llegó al último peldaño. El aguerrido Carlos también desapareció misteriosamente.
El olor merece un párrafo aparte, a pesar de que me siento impotente para describirlo. No existía en la morgue, contrariamente a lo que imaginaba, olor a podredumbre. Cualquier descomposición había sido evitada o detenida mediante el formol. El aroma de la morgue es el purísimo olor de la muerte y del miedo, el olor que exhalaron cientos de personas que murieron aterrorizadas. Es el olor de la violencia extrema.
A quienes sólo hayan visto las morgues en las películas, con ordenadas gavetas en las cuales se guardan cadáveres congelados con etiquetas atadas al dedo gordo del pie, les costará mucho formarse una imagen mental de la sala de autopsias de la morgue de Caracas, el lugar más dantesco que he visto en mi vida, tanto en la vigilia como en mis peores pesadillas. No tiene ni siquiera el resquicio de lógica del campo de batalla después de las hostilidades, pues el hecho de que todos los cadáveres que están ahí hayan llegado después de muertos le da una artificialidad desesperante. Es una sala grande, de quizás unos 150 metros cuadrados, vestida de azulejos blancos. Varias mesas de mampostería, cada una con un cadáver, constituyen todo su mobiliario. Y en el suelo... ¡Dios mío, en el suelo! Confieso que estuve a punto de salir de ahí, como hicieron muchos otros, tan pronto miré al piso. En las baldosas estaban tirados decenas de muertos, todos desnudos. Estaban como habían caído, sin ningún orden ni concierto, entre charcos de fluidos corporales. Cada uno tenía un número y una fecha anotados con marcador en el muslo derecho, y los acompañaban millares de gusanos que se subían por todas partes. Algunas compañeras que llevaban sandalias tuvieron que marcharse contra su voluntad, asqueadas por los visitantes inesperados que reptaban por sus pies.
Parece que la broma que se gasta habitualmente a los pichones de médico es enseñarles el cadáver más podrido que haya en la morgue. En nuestro caso, tenía unos seis meses, y debo decir que no me impresionó. Estaba como momificado, y por lo tanto, deshumanizado. Luego, no sin cierta dificultad, nos concentramos en “nuestro” muerto.
El médico forense nos explicaba cómo sería el procedimiento que seguiría. Su imagen era hollywoodesca hasta causar risa. Pelo blanco, ojos de un azul polar, piel blanquísima, flaco, voz apagada, mirada profunda... Parecía salido de Central Casting: el doctor Frankenstein. Nuestro muerto, al contrario, era un muchacho común y corriente de unos veinte años: delgado, moreno claro, lampiño. Pronto nos enteramos de que había fallecido en un enfrentamiento con la Guardia Nacional. Presentaba dos pequeñísimas heridas de bala, una en un brazo y la otra en la ingle. Yo no podía creer que heridas tan insignificantes le hubieran quitado la vida, y esperaba el sensacional descubrimiento de una causa oculta a la cual achacarle la muerte, quizás un tiro escondido por el pelo. No hubo tal. Lo primero que enseña una autopsia es la fragilidad inefable de la vida humana.
Antes de que nosotros llegáramos le habían aserrado el cráneo, así que el forense procedió a bajarle la piel del rostro como si fuera una máscara. Ya sin cara, nuestro muerto dejó de ser humano y pude verlo con menos inquietud: había cesado de ser un muchacho doliente para pasar a ser un espécimen de laboratorio. Por lo tanto, la primera gran incisión que lo abrió en canal no me impresionó tanto como a la mayoría, que desapareció rápidamente. A mi alrededor sólo quedaban dos compañeras que merecen especial mención. ¿Quiénes, entre un grupo de estudiantes de leyes, se quedarían a mirar de cerca una autopsia? En este caso, una delicada bailarina de ballet, una señora mayor de esas que estudian Derecho cuando sus hijos ya crecieron y no les queda nada que hacer, y yo. Sólo la señora entrada en años supo explicar por qué no había huido: ya había estado ahí antes, para reconocer el cadáver de un sobrino, y se consideraba endurecida. La delicada balletista parecía el ser más inadecuado para presenciar una autopsia hasta que uno detectaba un cierto brillo despiadado en su mirada, y en cuanto a mí... ¿por qué me quedé? Primero, siempre me ha encantado la anatomía. Mientras viva me arrepentiré de no haber estudiado Medicina. Además, en aquel entonces estaba en la larga espera que constituyó la última enfermedad de mi padre, y la muerte acompañaba a todos mis pensamientos. No iba a desperdiciar la oportunidad de echarle una larga mirada a los ojos de la vieja enemiga, y, si era posible, reconciliarme con ella.
Pero volvamos a nuestro muerto. De ahí en adelante, la operación resultó bastante mecánica. Un auxiliar abrió la caja torácica con un pequeño bisturí, sin hacer el más mínimo esfuerzo. Cuando yo comenté la blandura de las costillas, el médico me dijo que, por la edad del difunto, aún no estaban muy calcificadas. Uno a uno sacaron los órganos. Lo que más me impresionó, aparte de su semejanza absoluta, pero a escala, con los de vaca que vemos en las carnicerías, fue el olor característico de cada uno de ellos. El hígado olía a hígado, el corazón a corazón. Todos eran olores sanos, puros, agradables. Nuestro muerto había fallecido en perfecto estado de salud, y se le notaba. El único que me causó verdadera curiosidad fue el estómago, el único órgano que no se parecía en nada al de las vacas. Las paredes del estómago eran finas, delgadísimas, como una bolsa de plástico de las que dan en los automercados. Estaba vacío. Después de ese día no puedo comer picante o beber cognac sin pensar en lo delgada y delicada que es la membrana que deberá contenerlo.
La parte baja del abdomen estaba llena de sangre. Era evidente que la hemorragia interna lo había matado. La bala le había atravesado un riñón. Atravesado quizás no sea la palabra más adecuada. El riñón derecho ya no existía, y lo que quedaba parecía el bagazo de una toronja. Para mí fue impresionante ver la herida de entrada tan minúscula, por la cual no pasaría un lápiz normal, y el inmenso daño en el riñón y sólo en el riñón, pues la pared muscular, tanto la que la bala atravesó al entrar como la que atravesó al salir, apenas si mostraban un agujerito. El órgano, en cambio, parecía un pedazo de estropajo. Había estallado. Recordé aquella famosa teoría balística de los años 50, la del shock hidrostático. Postulaba que una bala que atravesara tejidos animales a una velocidad cercana o superior al kilómetro por segundo mataría aunque no tocara un órgano vital, pues los fluidos en los tejidos, al vibrar, actuarían como una granada. Esta teoría resulto falsa en casi todos los casos y cayó en el desprestigio, pero yo estoy segura de que lo que vi en el riñón derecho de ese desafortunado fue el famoso shock hidrostático. Las balas, por cierto, habían atravesado el cuerpo por completo y no se hallaron, pero por ese mismo hecho, por el tamaño de las heridas y por provenir de la Guardia Nacional, puede afirmarse que eran de calibre 7,62 mm (.308 Winchester, para los gringos), que viajan a una velocidad muy cercana al kilómetro por segundo. Pero dejemos esta digresión balística y volvamos a la autopsia.
 Fuimos interrumpidos. Dos policías venían a tomar las huellas digitales de nuestro muerto, de modo que vagué un poco por la sala, viendo otras autopsias. Poco antes había llegado el cadáver de una mujer rubia, que nadie sabía por qué estaba ahí, pues había muerto de lupus. La trajeron, como a todos los cadáveres, tomada por las manos y los pies (nada de camillas), desnuda, y con un número anotado con marcador en el muslo. Nos dio un gran susto cuando la pusieron en la mesa, pues al caer, se quejó con un sonido infinitamente triste. Después supe que ese era un fenómeno bastante común, y que sólo era el aire que había quedado en los pulmones que salía con el impacto, pasando por las cuerdas vocales. Pero en el momento pensé que era una broma, y no creí que estuviera muerta hasta que la vi abierta en canal.
De esa mujer me sorprendió la cantidad de grasa amarilla, asquerosa, que tenía bajo la piel. No era gorda, ni siquiera rellena. Era una mujer de un metro sesenta y cinco de estatura y pesaría quizás sesenta y dos kilos. Pero tenía mucha grasa, y nada del aspecto saludable de nuestro muerto. Tome nota, incrédulo doctor: quiso la fortuna que, unos seis años después, me tocara trabajar en la misma oficina con la hija de aquel cadáver grasiento. ¿No le parece que es demasiada casualidad? ¿Sigue pensando que deliro al decirle que un extraño sino me persigue? La lógica está en su contra.
En una mesa próxima, una forense exclamó: “¡Este hombre comía vidrio!” y sacó varios pedazos grandes y afilados del estómago de un indigente cuyo cadáver habían encontrado en la calle. Me dejó pensativa. ¿No se habría suicidado el pobre hombre de esa manera? Entonces volví con nuestro muerto.
Los órganos, a excepción del cerebro, volvieron a la cavidad de donde habían salido, la cual fue cerrada con bastas puntadas. Todo había terminado, y pronto una familia desesperada podría ver por última vez a su hijo o hermano. Yo no pude dejar de pensar en aquélla a quien tanto quise; en la interminable espera porque la morgue entregara el cadáver para poder verla por última vez y asumir la realidad de su muerte. Y, pésele a quien le pese, en lo innecesario de todo esto. ¿Para qué le hicieron la autopsia a ese pobre muchacho? Su muerte no revestía ningún misterio; se sabía quién lo había matado. El único descubrimiento que se hizo, y para eso no se necesitaba una autopsia, es que había tenido el brazo (posiblemente las manos) levantado cuando le dispararon. Seguramente pedía clemencia, pero estoy segura de que nadie hizo nada al respecto.
Sin embargo, se somete a este procedimiento a todos los que mueren en algún acto violento. ¿Para qué efectuar autopsias a tantos muertos en accidentes de tránsito? Para averiguar si estaban ebrios basta con una análisis de sangre. El resto es inútil, sobre todo en un país en el cual no se diseñan automóviles, y, por lo tanto, la información recabada no servirá para nada. Y supone una pérdida inmensa de recursos humanos y económicos que estarían mejor empleados en los relativamente pocos casos en los que la necropsia sí puede determinar la causa de la muerte y ayudar a inculpar a un asesino. Se puede argumentar que no sería fácil identificar dichos casos a priori, pero es evidente que sí podemos determinar aquellos que son obvios, en los cuales no se justifica someter a los cuerpos a la indignidad de la autopsia. Porque no puedo dejar de pensar que es eso, una indignidad, el que esculquen en el cerebro, en el hígado, en las tripas de una después de que haya muerto, aunque lo hagan como hacen los médicos que yo vi, con el mayor respeto y profesionalismo, a pesar de esas instalaciones dantescas. Si sirve para atrapar a un criminal o para que la ciencia avance, bienvenida sea la autopsia, ¡pero para cumplir con un estúpido requisito legal, no!

Bueno, Dr. González, discúlpeme. Se supone que debo escribir escenas, no dictar cátedras o hacer editoriales. Pero ya sabe cómo me gusta expresar mis opiniones… El resto de ese día lo pasé con una sensación difícil de describir, que sólo había tenido en las ocasiones en que he escapado a la muerte por un pelo. Suponga que los ojos son la ventana por la cual uno se asoma al mundo. Pues ese día yo me retiré de la ventana, y ya no estaba asomada, sino que miraba al mundo desde lejos, y veía el marco de la ventana, que normalmente no se ve. Mi mente estaba asustada y a la vez anestesiada; temerosa de sufrir pero incapaz de experimentar más sufrimiento. Sentía el alivio morboso de quien, en medio de un dolor enorme, sabe que ha derramado su última lágrima, no porque el dolor haya cesado, sino porque el llanto ya no llega, y aunque el sufrimiento está ahí, ya no se lo siente. Y ahora tengo la inquebrantable convicción de que, de serme posible, moriré tranquilamente en mi cama.

Fragmento de Didascalia, en preparación.

miércoles, 29 de febrero de 2012

LA SIRENA, o ESPERANDO A LEYENDA

Nota preliminar: Sobre las sirenas se ha escrito sencillamente demasiado. De sobra sabemos que las sirenas originales no tenían el aspecto que hoy se les atribuye y que esos seres de torsos femeninos y cola de pescado llevaban otros nombres. En inglés se ha conservado el termino siren en su signifi­cado original, mientras que llama mermaids a lo que nosotros ahora acostumbramos lla­mar sirenas. También se han derramado to­neles de tinta queriendo buscar los orígenes de las sirenas en animales como el dugongo y el manatí, que si bien tienen alguna gracia (que no podía faltarles por ser miembros de la creación), al compararlos con las verda­deras sirenas se nos antojan más bien feos; en mi opi­nión, mucho. Hasta se ha cometido el dispa­rate estético de llamarlos sirénidos. La sien­to, pero no puedo creer que nadie, jamás, haya confundido a un manatí con una sirena. Al­gunos de los cronistas oceánicos de antaño eran sumamente bromistas, o ciegos. Pero, retomando el hilo, ya sobre esto se ha escrito demasiado. Por otro lado, seria una falta de respeto escribir un librito sobre le­yendas marinas y dejar de lado a las sirenas, de modo que he decidido incluir aquí este frag­mento, copia textual del relato de uno de los pocos (des)afortunados que han logrado ver a una sirena. El original fue encontrado hace diez años, fragante y desteñido, dentro de una bote­lla de ginebra Tanqueray en las cercanías del costero manicomio de Anare. Y dice así:

Una sirena

I.- ¿Vendrás a verme esta noche? Lo necesito. Sé que el peligro es grande, pero la noche es tibia y la luna está llena. A través del sendero de helechos, yo caminaré hacia el arroyo, guiándome por su canción; lo seguiré, resba­lando en las piedras verdes y húmedas, has­ta llegar al borde. Ya estando en él, sentiré la frescura del pozo, abajo, y siguiendo el ejemplo de la cascada a mi lado, me zambulliré y nadaré en la onda vítrea, más transparente que el aire. El mundo es verde y plateado, y fresco, y líquido; el mundo es el fondo de un río alumbrado por la luna llena.
 El río me acuna en sus aguas y me arrulla con su canto a través del cual se presiente el susurro del mar, todavía lejano, que me ha­bla de ti. ¿Cuándo vendrás? ¡Te necesito tan­to! ¿Será aquí, en la poza, o aparecerás aba­jo, en la arena de la playa que a esta hora parece polvo de plata? El río baja y también yo bajaré.Las palmeras proyectan una leve sombra a la luz de las estrellas y se mueven, sin un ruido, bajo la caricia del viento. El mar va desplegando un abanico de sobrenatural fos­forescencia. ¿Cómo te llamarás? ¿Será Selene, como la luna, o Mariah, como el viento? ¿O Amana, como la gigantesca ballena? Tal vez te llames Lluvia, o Amor, o Deseo; tal vez no tengas nombre. Yo te he visto con los ojos del corazón y de la imaginación mientras nada­bas desnuda en mi pensamiento; una visión fugaz de carnes flexibles como las aguas, de ojos profundos que han visto lugares remotos, de cabellos largos, semejantes a algas, adornada con pendientes de coral. Yo te he sentido en el olor de la noche, olor a sal, a antiguo, a madreperla. Sé que existes y que algún día vas a venir. Y tal vez ese día, Selene, Amana, Lluvia, Deseo, logre hacer lo que hoy intente: hablar al mundo de ti. Pero mientras tanto seguirás siendo, las más bella, la más amada, una de las leyendas del océano.
 II.- ¿Por qué no vienes ya? No resistiré tu au­sencia durante mucho tiempo. El mundo es hostil y sofocante; y yo añoro tus caricias fres­cas tanto como si alguna vez las hubiera dis­frutado. Aquí, junto al mar, siento tu presen­cia, todavía lejana, todavía misteriosa. Y tú me sientes, y sabes que te necesito. ¿Por qué no vienes ya? ¿Qué anciana deidad marina te retiene? ¿De qué oscuros calabozos has de escaparte para venir a cumplir tu promesa de sirena, nunca pronunciada pero honda y an­tigua como el mar?
Tal vez tenga que ir a buscarte en simas profundas y remotos acantilados. Por ti iré a los abismos insondables donde los hipocampos esperan inútilmente el regreso del Rey muerto; a los arrecifes donde mueren las olas gritando tu nombre y el viento da alari­dos para que nadie llegue a escucharlo; iré todavía más allá y nos encontraremos, quizás al final de un sendero de arenas, simple­mente, en silencio, sin sorpresas, (los dos sabíamos que tenia que suceder) y nos contem­plaremos, y yo te amaré.
Pero el camino es muy largo y el peligro muy negro. En las profundidades nocturnas exis­ten seres terribles, enormes peces milenarios de ojos crueles y diminutos que vedan, de noche, el paso a sus umbrales. Duermen año tras año, pues nadie se atreve a desafiarlos. Despertarlos equivale a despertar al miedo sin nombre y dormir con ellos el sueno de los si­glos, mientras sobre nuestros huesos desnudos nadan raudas barracudas y gigantescas mantarrayas.
¿Llegarás hoy? Durante el día un largo chu­basco tropical lavó la atmósfera y la noche se presenta radiante mientras las últimas gotas resbalan por las hojas de los árboles. El río corre, magnífico, y en su caudal duplicado nadan ahora misteriosas toninas que apare­cen por parejas con las primeras lluvias de mayo y desaparecen tan pronto volteamos para verlas mejor. Es una noche para duen­des y encantos fluviales, y todos los seres ocul­tos de las aguas abandonan sus recintos para adorar al cielo y las estrellas y a las nubes que lloran vida desde lo alto. Hoy aparecerán el silencioso manatí y la tornasolada anacon­da, la madre de las aguas. Hoy aparecerás tú también, y el río nos dará un lecho de guija­rros, y la luna nos dará una ventana de plata, y la lluvia nos tejera una estancia de lagri­mas.
III.- Hasta que llegaste. Un desasosiego en la atmósfera me anunció tu presencia segundos antes de que pudiera verte. El aire hormigueaba como en la mañana del primer amanecer. De repente te vi sentada en la otra ribera, vestida de rocío, más bella que nunca, más bella que en mi imaginación. Vi a tus manos pálidas y esbeltas apartar los cabellos de tu rostro, vi a tu boca esbozar una sonri­sa, y entonces tuve la extraña sensación de abrir los ojos sin recordar haberlos cerrado. Descubrí que estaba mirándote a los ojos y, arrasado en lágrimas al comprender la ver­dad, quise correr hacia ti, pero un gesto tuyo me lo impidió.
Y desapareciste. Sin que yo me atreviera a tenderte una mano, te disolviste lentamente en el líquido tras tus pupilas, como diciendo adiós, y me quede solo con el río, las piedras, los helechos, y el poeta en mi mente que de­cía: “Yo me quede mirando como el río se iba poniendo encinta de la estrella... “
(de Leyendas del Mar Océano, Editorial Índigo)

lunes, 27 de febrero de 2012

Íntima


Nada mejor que pedir un consejo a la mejor amiga, mientras las chicharras le cantan al sol de los venados.

martes, 14 de febrero de 2012

Chávez eres tú



Querido curumeño:

Me sorprendiste cuando, manejando tu Corolla azul, cruzaste violentamente a la derecha en el Centro Comercial de Cumbres de Curumo, para estacionarte frente al supermercado.

Me asustaste cuando, un segundo después de estacionarte, y estando yo a menos de dos metros detrás de ti, decidiste que te gustaba más el puesto de la acera de enfrente, oprimiste el acelerador a fondo, y casi causaste un accidente... frenazos, corneteo, etc. Porque tú decidiste cambiarte de puesto YA, sin que te importara un comino los derechos de todos los que veníamos atrás.

Sin embargo, me pareció tristemente normal que, una vez que tenías asegurado el puesto de estacionamiento que querías, te detuvieras a retar a todos los que ahora estábamos esperando por ti, atravesado en la vía para molestarnos lo más posible y hacernos notar que tus derechos valen mucho más que los nuestros, porque eres "vivito".

Y en tu cara se vio claramente que creías tener la razón. Y en la mano amenazante que vieron mis tres hijos estaba la marca de que acababas de votar en las primarias. Seguramente crees que estás haciendo algo para derrotar a Chávez.

Y qué tristemente te equivocas. El chavismo eres tú. Tú, que crees que tus derechos son sagrados, pero los de los demás son basura. Tú, a quien no le importa que los demás tengan que esperar para que tú llegues rápido. Tú, que obras mal a diario y crees que no tienes la culpa de nada. Tú, que careces de respeto, de consideración, de educación, de decencia. Tú, que te crees oposición.

Y lo peor es que no eres uno. Eres millones.

Te dedico el famoso poema de Nazim Hikmet, "La más rara de las criaturas", en mi traducción libre:

Como el escorpión, mi hermano,
eres como el escorpión
en una noche de espanto.

Como el gorrión, mi hermano,
eres como el gorrión
con sus ínfimas inquietudes.

Como la almeja, mi hermano,
eres como la almeja
cerrada e indiferente.

Tú eres terrible, mi hermano
como la boca de un volcán inactivo.

Y, caramba, tú no eres uno.
Tú no eres cinco.
Tú eres millones.

Tú eres como el cordero, mi hermano:
te apresuras a volver al rebaño
cuando el pastor que se viste con tu piel
levanta su bastón,
y vas corriendo al matadero, casi orgulloso.

En suma, eres la más extraña de las criaturas,
más extraño que el pez
que vive en el mar sin saber que el mar existe.

Y si hay tanta miseria sobre la tierra,
es gracias a ti, mi hermano.
Si estamos hambrientos, agotados,
si nos han despellejado hasta hacernos sangrar,
si nos han exprimido como a la uva para que demos nuestro vino...
¿llegaré a decir que es tu culpa? No.
Pero mucho de eso es por ti, hermano.

viernes, 10 de febrero de 2012

Iná Cariná Roté

INÁ CARINÁ ROTÉ


Iná cariná roté: nosotros, los caribes, somos (la única) gente. Así respondían los caribes a quienes preguntaban por sus ancestros. Esta famosa frase, transformada por la fantasía en un grito de guerra, ha sido considerada desde siempre como la mayor declaración de arrogancia que pueda conce­birse. “Los caribes eran el pueblo más arro­gante del mundo y por lo tanto, el más estú­pido. Todo arrogante es estúpido”.

Ese es, más o menos, el raciocinio que se hacen algunas personas al pensar en esa nación tan valiente que prefirió el exterminio a la esclavitud y en quienes se perpetró el genocidio más concienzudo que conozca la historia. Pero claro, según diría cierta dama que conozco, dejarse matar an­tes que aceptar los grillos no es valentía, sino otro síntoma de estupidez. Ella no ha aban­donado la gesta sanguinaria de quienes no vacilaron en usar el arcabuz contra la flecha. Yo, como todo venezolano, desciendo de miem­bros de ambos bandos en esa guerra y de quién sabe qué otras, pero siento un orgullo peregrino al pensar que tal vez algo de esa estupidez caribe que nos valió el titulo de “bra­vo pueblo” corre por mis venas y mora en mis neuronas. Es por eso que quiero, en nombre de esos ancestros de los cuales me enorgullezco, defender el “grito de guerra” que siento como mío.

Primero con la lógica, cosa que es fácil. La mayoría de los pueblos primitivos, y algunos de los más avanzados, cuando tienen un alto grado de identidad como nación, se conside­ran apartados de los otros pueblos al punto de considerarse una especie separada. Basta un ejemplo de cada tipo: Los zulúes van un poco más allá que los caribes, pues ni siquie­ra tienen una palabra para designar a su na­ción y otra que signifique “gente”. Simplemen­te, zulú significa “gente”. El que no es zulú, no es gente. Según tengo entendido, los anti­guos chinos, a quienes nadie podría acusar de primitivos, no tenían una palabra equiva­lente a “extranjero”. Para nombrar a quienes no eran chinos usaban la palabra “bárbaro” o “salvaje”. Además, en nuestra sociedad todavía es perfectamente aceptable hablar de dis­tintas razas. Considerar a nuestros semejan­te como pertenecientes a otra raza, ¿está muy lejos de no considerarlos humanos? Todo estiba en lo mismo: en sentirnos diferentes a los demás, y hasta cierto punto eso no esta mal, pues es esa diferenciación lo que forma las naciones.


Segundo, con la leyenda, que es más inte­resante. La que el común denominador de la gente no sabe es que antes de la llegada de los españoles nuestros mal llamados indios se batían contra enemigos infinitamente más formidables que los que llegaron de ultramar. Eran los espíritus de la naturaleza, que des­aparecieron de su última morada abierta cuando llegó el hombre blanco y, con él, el pecado original. Hoy en día sólo pueden verlos los niños y algunas personas excepciona­les, pero en la América de aquel entonces se dejaban ver libremente, pues los habitantes de estos parajes no habían perdido aún la inocencia. Algunos de esos espíritus eran te­rribles, pero ninguno tanto como Akodumo, el dueño de las aguas. Siendo un espíritu po­deroso, podía tomar la forma que deseara, pero su apariencia usual era, en los ríos, la de una gigantesca anaconda, y en el mar, la de serpiente marina. En el mundo de lo invisible tenía forma humana y talla colosal. Los cari­bes, antes de pescar, pedían permiso a Akodumo, y en caso de recibirlo, no abusa­ban, sino que mataban el número de peces estrictamente indispensable. Cuando el cari­be flechaba un pez al primer intento, no de­bía seguir pescando so pena de molestar a Akodumo, pues él detestaba la codicia. Hoy se diría que era conservacionista.

Igual que los otros espíritus fundamentales, Akodumo necesitaba servidores y criados, y para obte­nerlos usaba dos técnicas distintas con las cuales convertía a los caribes en seres de otra especie: el “asombro” y la “perdición”. Con el asombro, el dueño del agua asustaba al alma del caribe que quería como siervo, de forma tal que esta se separaba del cuerpo y salía corriendo por el monte. El cuerpo del caribe quedaba entonces vacío, y un espíritu acuático tomaba posesión de él. Esto no era tan grave como suena, porque el piache generalmente podía expul­sar al espíritu extraño y llamar al alma asus­tada mediante los cantos rituales llamados “aremi”.

 Es decir, la posesión era sólo tempo­ral. La perdición sí era grave. Ocurría cuando el cuerpo se aferraba al alma en fuga. Enton­ces se iban juntos cuerpo y alma a las casas del agua, donde aceptaban al caribe como uno de la familia, lo alimentaban y le asignaban un cónyuge. No le querían hacer daño, sino que lo querían como siervo, como amigo o, si era mujer, como esposa de uno de los suyos. Mientras el caribe iba camino a las casas del agua se iba transformando, le iban creciendo escamas y sus piernas se unían en una cola. Estas sirenas caribes se llamaban akodunmio, y eran capaces de “perder” a otros caribes. Los machos, además, eran capaces de engen­drar más akodunmio copulando con mujeres que estuvieran menstruando. Por eso para la mujer caribe era tabú meterse al mar cuando tenía la menstruación.
Se cuenta, además, que Akodumo tenía una hija llamada Amana (palabra que también significa “ballena”) que tenía el poder de seducir a los guerreros cari­bes y llevarlos a las casas del agua, pero sin cambiarles de forma. Estos debían, sin em­bargo, guardar el secreto, pues si alguna vez hablaban a alguien de sus aventuras submari­nas, los akodunmio los buscaban y los mata­ban sin piedad.

Para el caribe perdido no había esperanza; pasaba a pertenecer a la nación del agua. Por eso, cuando alguien se daba cuenta de que una persona se estaba perdiendo, llamaba a todos los guerreros, que se lanzaban a perse­guir a su compañero y a flechar y tratar de espantar a los akodunmio que lo escoltaban hacia su refugio submarino. Y ahí es donde yo creo que aparece el grito de guerra: ¡So­mos caribes, somos gente! ¡Recuerda que no somos sirenas! A veces, el perdido reacciona­ba. A veces, tenían que atraparlo y retenerlo amarrado, pero su alma seguía huyendo es­pantada, y debían llevarlo al piache para que le cantara el aremi adecuado. Muchas veces los akodunmio se salían con la suya. El re­greso, ya fuera alegre por haber rescatado al compañero o triste por volver con las manos vacías, siempre era largo y duro, pues la per­secución solía llevarles muy lejos mar aden­tro. Volvían guiando sus grandes canoas de ceiba o de jobo según el rumbo de la Pierna de Pietemu, esas tres estrellas que apuntan hacia el norte y que nosotros llamamos el Cin­to de Orión o las Tres Marías. Pietemu perdió la pierna por arrojar a su suegra como ali­mento para las pirañas, pero esa es otra his­toria.

La que nos ocupa no pasaría de ser un cuen­to interesante si los actuales kariña, al rela­tar las peripecias de sus antepasados, no di­jeran respecto a esta “perdición”: “Así hacían los pañoro (españoles) con los kariña”. Y en realidad así era, les robaban a los suyos para convertirlos en otra especie, pues al esclavizarlos les habrían quitado la esencia de su ser: la libertad.

Iná cariná roté: soy un ser humano, no soy una bestia, no seré tu esclavo. Es el grito de guerra más justo que conozco. 

Este relato apareció originalmente en "Leyendas del Mar Océano", Editorial ÍndigoParís 2002.

miércoles, 4 de enero de 2012

Warairarepano (el disparate) Vs Guariarepano

Hace tiempo que quiero reivindicar a mi papá, frente al absurdo y anacrónico uso del nombre Warairarepano para designar a nuestro querido Ávila. No sólo quiero compartir el texto por ser de mi padre, sino porque creo firmemente que tiene razón. Así lo creyeron la mayoría de los estudiosos contemporáneos, y la condecoración por excelencia del Consejo Municipal de Caracas se llama “Orden Guariarepano”.


Así escribió mi padre, el Dr. Juan Ernesto Montenegro, en su libro “Caracas y Guaiqueríes, razas caribes” (en 1983, mucho antes de ser Cronista de la Ciudad), refiriéndose a la Relación del gobernador Juan de Pimentel:

GUARARIA REPANO: Nombre indígena de la serranía que separa la ciudad de Caracas, del mar Caribe. Incluye lo que llamamos cerro de El Ávila y la Silla de Caracas. La Relación  señala “que quiere decir Sierra Grande”.

No obstante la seriedad de la fuente, hemos de entrar en desacuerdo con la traducción de Sierra Grande. Sierra o serranía se dice en diversos dialectos caribes HIPUE, HUPUE o HUIPE,  y cerro TOPO, TEPUY y CHENCUR (Chaima). Grande se dice CACHIPRA, CASPUIN o TAMNECA. Se puede decir entonces Sierra Grande con palabras dispuestas de diversas maneras; por ejemplo CACHIPRAHIPUE o  CASPUINTOPO, para ofrecer dos formas de las muchas que se podrían elaborar. Es evidente que no hay semejanza entre ninguna composición posible y el vocablo que estudiamos.

Para su compresión verdadera, proponemos la siguiente interpretación: a) el vocablo no es GUARAIRA REPANO, como asienta el escribano, sino GUARIAREPANO. Tenemos a la vista fotocopia del original de la Relación, en la cual resalta que una línea termina con el comienzo del vocablo en sus dos primeras sílabas, es decir en GUARA. En la línea siguiente continúa la palabra RIA y en seguida, pero separada, REPANO. Tenemos la convicción de que la segunda sílaba de GUARA resulta sobrante, y de que REPANO no deber ir separado, sino que se une en una palabra compuesta que sería entonces así: GUARIAREPANO. Esto lo atribuimos a la comprensible confusión que ha podido sufrir el amanuense al transcribir al castellano el fonema indígena, que es casi un trabalenguas para todo aquel que no hubiera acostumbrado su oído a la jerigonza caribe. B) GUARIAREPANO es un vocablo con significado lingüístico etimológico y con contenido ecológico: en varios dialectos caribes, GUARIARE designa a la abeja pequeña (Ruiz Blanco, Tauste, Yangues) en particular. Y PANO o PANA, es desinencia que en cumanagoto y por lo tanto en caraca y otros dialectos caribes, da idea del sitio donde abunda una cosa (…)

 Así GUARIAREPANO significa sitio donde abunda la abeja pequeña, o simplemente Abejero Abejar, siempre y cuando se entienda que se refiere a una especie de abeja en particular, y no a cualquier abeja.
GUARIAREPANO significa escuetamente lugar de abejas, así como Maracapana significa lugar de maracas o totumas pequeñas, (…) o como Carúpano quiere decir lugar donde abunda la carupa, que es una clase de tabaco según Arístides Rojas (…)

Da la circunstancia de que en las alturas de la sierra, sobre todo en el sector de la Silla de Caracas, abundan unas abejas que desde antaño se conocen con el nombre de “angelitos”. (…) Quien haya escalado la Silla, habrá podido observar que estás abejas se posan en los arbustos mientras está nublado, pero apenas brilla el sol salen de sus asientos y empiezan a revolotear alrededor de los paseantes sin inferirles daño alguno.

Leamos lo que observó Humboldt en relación a estas pequeñas abejas: “…vime las manos cubiertas de una especie de abejas vellosas algo menores que la abeja melífica del Norte… Llámalas el pueblo de estas regiones angelitos, porque no pican sino rarísimamente… Confieso que durante las observaciones astronómicas, he estado con frecuencia a punto de dejar caer los instrumentos cuando sentía las manos y la cara cubiertas de estas abejas”.

Sin más comentarios, diremos que GUARARE o HUARIARE también significa danta; y que Cruxent había señalado que esta sierra nuestra está surcada de pistas de dantas.

Quiero resaltar un par de cosas que mi padre, en su infinita caballerosidad, no enfatizó demasiado para no llevar tanto la contraria a sus apreciados colegas:

Primero, el hecho de que en la Relación de Pimentel, es decir, en el original manuscrito, la sílaba cuestionada está en un salto de línea. Es más que evidente que es el sitio ideal para cometer un error de transcripción, y sobre todo para meter, por error, una sílaba de más, o repetir una sílaba en la línea de abajo. Para mí, es prácticamente seguro que esto haya sucedido: el amanuense se olvidó que ya había escrito la sílaba pertinente al bajar de línea.

Segundo, la inmensa abundancia de abejitas que narra Humboldt, versus la rareza de las dantas. Todos los que hemos subido mucho al Ávila (por encima de los 1.700 metros) conocemos los angelitos, pero no sé de nadie que haya visto una danta allá arriba. De hecho, el hábitat usual de la danta es por debajo de esas alturas, y siempre asociada a grandes ríos y lagos, no a los riachuelos y pequeñas lagunas del Ávila. Como dice Téllez en su libro acerca de la fauna venezolana: es un animal semi anfibio. Evidentemente, resultaría más romántico, misterioso y pintoresco que el Ávila estuviera asociado a un animal tan emblemático como la danta, pero la lógica nos tiene que decir que no es cierto. Estoy seguro que de hay dantas en el Ávila, y que en otros tiempos hubo muchas más. Pero jamás pueden haber sido tan abundantes como para darle su nombre.

Todo ello me lleva a creer que realmente, el nombre de nuestro cerro es Guariarepano, y su significado es “el lugar donde abundan las abejas”.

El uso bastardo de la W requeriría de un comentario aparte. Baste decir que en nuestro idioma esa letra apenas si existe para escribir palabras extranjeras. En los términos del Diccionario de la Real Academia:

“…usada en voces de procedencia extranjera. En las lenguas en las que existe como fonema, su articulación es ora de u semiconsonante, como en inglés, ora fricativa labiodental y sonora, como en alemán. En español se pronuncia como b en nombres propios de personajes godos, p. ej., en Walia, Witerico, Wamba; en nombres propios o derivados procedentes del alemán, p. ej., en Wagner, Westfalia, wagneriano, y en algunos casos más. En vocablos de procedencia inglesa conserva a veces la pronunciación de u semiconsonante; p. ej., en Washington, washingtoniano(Subrayado mío)

Es decir, que al usar la W pronunciada como “gu”, ¡estamos indicando que nuestro vocablo caribe es de procedencia inglesa! ¡Del imperio mismo, pues!